lunes, 21 de mayo de 2012

Como un elefante en una cacharrería


Pongamos que la cacharrería es tu vida. Y esas cosas que te ocurren en tu día a día, esos recuerdos que haces con el paso de los minutos. Los vas colocando y ordenando estante por estante, cajón por cajón.
Pones los que menos importan en las baldas de arriba, a las que no llegas, para que no estorben. Son recuerdos que no quieres perder pero que de vez en cuando, cogerás una escalera, los bajarás y te pasarás un rato en el suelo, rodeada de ellos, para más tarde devolverlos a su lugar, dónde no molestan, ni duelen ni pican. 
Lo que condiciona tu cotidianeidad, en los armarios, para un fácil acceso. Abrirás la puerta, y allí estará todo lo que debe guiarte en este momento. Ordenado por prioridades, colores, texturas y sabores. Porque sí, los recuerdos tienen todo eso. Y más. En realidad tienen todo lo que queramos darle.
Y lo que no queremos ver, en los cajones, bajo llave, con el llavero en la trabilla del pantalón, de manera que si quiero, los abro, si no, los olvido. Cajones con cerradura para meter lo malo, lo intenso y lo perfecto. Lo malo porque no lo quiero ver más, lo intenso porque debo dosificármelo para asimilarlo y lo perfecto... porque cuánta más gente lo vea, más imperfecto será.
Mi cacharrería se ordena cada noche. Antes de irme a dormir, coloco cada cosa en su lugar y me duermo segura de mis decisiones. Pero sé que mañana cada recuerdo cambiará de lugar, vendrán otros y habrá que hacerles sitio.
El problema es el elefante. Ese elefante que entra cada mañana en ella y la descoloca, tira todo al suelo, saca todo de los cajones y deja todo... que yo sólo tengo ganas de llorar cuando lo veo.
¿Sabes esa sensación de desolación total cuando el trabajo está encima de la mesa y una ráfaga de aire lo tira todo al suelo, con las páginas sin numerar? ¿Sabes cuándo dices "esto va a ser difícil" pero empiezas a hacerlo y dices "esto es imposible"? Pues eso lo que pasa cuando el elefante entra en tu cacharrería.
Pero sabes qué más? Que se acabó. Se acabó que un animal de cuatro patas, con una manguera en la cara y con ese pesado caminar, me marque el ritmo.
A mí me gusta reír. A mí me gusta mirar al sol sin gafas. A mí me gusta pensar. A mí me gusta que nadie sepa por dónde voy a salir. A mí me gusta sorprender. A mí me gusta disfrutar. A mí me gusta ver todos los lados del dado varias veces antes de decidir que quiero el triángulo. A mí me gusta ser cómo soy.






Y cuando el elefante entra, cambio. Y odio los cambios. Porque cambiar es bueno, pero cuando te avisan de los cambios, cuando te cuadran, cuando te va bien. Cuando desestructuran tu vida NO MOLAN NADA.








Todos tenemos un elefante en nuestra cacharrería. Y todos sabemos lo dañino que es. Pero ninguno somos capaces de prohibirle la entrada. Yo quiero, pero no puedo. Y a veces me caigo mal por eso. 
Me caigo mal porque soy la primera que reconozco a mi elefante, reconozco a mis cacharros y los veo caer día sí, día tambien por los mismo motivos. Me caigo mal porque no dejo de pedir perdón por ser como soy y de aceptarlo porque mi elefante es como es. 
Yo, como tú que me lees, debo aceptar la situación tal cuál es. Con elefante torpe que falla cada minuto y con cacharrera inútil que sigue comprando objetos de cristal en vez de plástico irrompible.
Porque después de todo, reconozcámoslo, esos elefantes nos hacen sonreir como idiotas. Y si no fuera por ellos... Qué aburrida sería la vida.

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